dijous, 10 de juny del 2010

Λευκωσία, Nicosia, Lefkoşa, tres mundos en uno

Hasta hace un año, Chipre era un país al que no tenía pensado ir en un futuro próximo.  Visitarlo no entraba dentro de mis planes, ni siquiera sabía colocarlo exactamente en el mapa, ni nombrar su capital. Desconocía considerablemente el conflicto de la isla, así como la mezcla de culturas que luchan por  una convivencia a gusto de todos que, de momento, no puede ser. Pero la casualidad y una buena profesora me llevaron allí y me permitieron descubrir en cuatro semanas algunos de los rinconces más fascinantes de la isla, su cultura, su gente, su clima y, como obviarlo, sus problemas.

Mi punto de referencia en la isla fue Lefkosía, Nicosia, Lefkosa, dependiendo del idioma en que se pronuncie. Chipre ha sido y sigue siendo la encrucijada del Mediterráneo, con conflictos protagonizados por asírios, griegos, venecianos, británicos y turcos a lo largo de la historia. Y de ahí tres nombres para un mismo concepto: Λευκωσία (nombre griego pronunciado "Lefkosía" y en honor a Lefkos, hijo de Ptolomeo), Nicosia (atribuido por los lusignanos a falta de capacidad por pronunciar el nombre griego y el más utilizado por los británicos en la isla) y Lefkoşa (adaptación turca del nombre original). Tres nombres, tres culturas. Convivencia obligada. Tres tipos de gentes, tres lenguas. Problemas seguro.

Lefkosía es una ciudad caótica y totalmente distinta al mundo europeo al que estamos acostumbrados. Esta fue mi primera impresión, un viernes de julio, mientras recorría en taxi el trayecto del aeropuerto a la capital a las tres y pico de la madrugada, y el taxista giraba completamente el torso y la cabeza para hablar conmigo, sentada justo detrás suyo. Corroboré mi impresión a la mañana siguiente, cuando abrí la ventana y vi delante de mí montañas marrones de tierra y arena con escasos árboles. También en el trayecto hacia la universidad -un edificio que parecía más un monasterio hecho de cal que una universidad- para hacer el examen de nivel y comprobé que las carreteras eran tan estrechas como me habían parecido a mi llegada, que las aceras no existían en ese país y que las pocas señales de tráfico eran un mero adorno. 

Arquitectura desorganizada, estilos mezclados, ruido, gritos, gente, muchos coches y muchos gatos. Y sin embargo, sensación de tranquilidad y descanso bajo el sol de más de cuarenta grados. La vida relajada se deja notar en el ambiente. Callejuelas casi abandonadas con edificios medio derrumbados, con los cristales rotos e inscripciones en griego en las paredes. Calles repletas de zapaterías y tiendas de ropa multinacionales, cafés pijos y restaurantes chic, cafés alternativos de hippies. Y en medio de la ciudad: una frontera. Y al fondo de la ciudad: dos banderas descomunales dibujadas en la montaña, la turca y la de la República Turca del Norte de Chipre.

Lefkosía me desconcertó al principio. No era para nada lo que me esperaba. En realidad, tampoco sé qué esperaba de un país desconocido, pero me sorprendió en todos los sentidos. Lefkosía es una ciudad apasionante, llena de historia. Hay que descubrirla poco a poco, recorrer sus calles y callejuelas, entrar en iglesias y mezquitas, museos, observar los muros y las paredes, pues en esta ciudad es bien cierto que las paredes oyen ¡y hablan! No hay que tener preconcepciones ni prejuicios, hay que dejarse impregnar por el caos semi-árabe, aceptar lo que uno encuentra y no imponer, tener paciencia y disfrutar de cada pequeño descubrimiento. Como en este blog. Seguiremos hablando de Lefkosía.

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